Antropología Filosófica…

 

Orden del Tratado de Antropología Filosófica

A. SU UBICACIÓN DENTRO DE LA FILOSOFÍA NATURAL

B. ALGUNAS NOCIONES DE LA FILOSOFÍA NATURAL

1. Los principios del ente móvil.

2. Conclusión: estructura de las sustancias corpóreas.

C. PSICOLOGÍA FILOSÓFICA

1. Los grados de vida del ente viviente.

a) La vida en general.

b) La vida vegetativa.

c) La vida sensitiva.

2. La constitución esencial del ente corpóreo viviente.

D. ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA PROPIAMENTE DICHA

1. La constitución esencial del hombre.

a) Cuerpo.

b) Vida vegetativa.

c) Vida sensitiva.

d) Vida racional.

2. Propiedades del alma humana.

a) La inmaterialidad.

b) La espiritualidad.

c) La inmortalidad.

d) La creación por Dios.

3. El hombre como totalidad.

a) Concepto de persona en la Filosofía tradicional.

b) Conceptos modernos de persona.

NOTAS A TENER EN CUENTA:

- Para una lectura mucho más comprensiva, recomiendo tener a la vista el siguiente glosario de términos filosóficos: http://www.ser-verdad-libertad.blogspot.com.ar/2011/09/glosario-de-terminos-filosoficos.html o en su defecto, el diccionario de términos filosóficos: https://skydrive.live.com/?cid=BACDFA02823D4560&id=BACDFA02823D4560!118

- Es aconsejable, tener a mano el diccionario de la Real Academia Española, para quitar cualquier duda con respecto a términos de nuestra lengua.


 

A. SU UBICACIÓN DENTRO DE LA FILOSOFÍA NATURAL

Hemos dividido la Filosofía especulativa, en su faz real o principal, en Filosofía natural, Filosofía matemática y Filosofía metafísica. No aparece, a primera vista, la Antropología filosófica; y sin duda, su nombre es posterior a aquella división, aunque su contenido no lo sea. Efectivamente, dentro de la Filosofía natural se ubica lo que antiguamente se llamaba De Anima (Sobre el Alma), en que se trataba del ente móvil viviente. Como culminación, se llegaba al estudio de las potencias propias del hombre, a la razón y a la voluntad, y, a través de ellas, al alma racional, humana

Posteriormente, se llamó al tratado De Anima: Psicología filosófica.

Desde el siglo XVIII, pero desarrollada en plenitud sólo contemporáneamente, ha aparecido la Antropología filosófica, que no es sino el estudio filosófico del hombre en su ser total: desde sus funciones vegetativas a las sensitivas, y desde éstas a las intelectivas y volitivas, visto todo ello finalmente en su raíz anímico-corpórea y en su totalidad personal.

Por lo tanto, la Antropología filosófica no es sino una parte -superior- de la Psicología filosófica, la cual, siendo el nuevo nombre del tratado De Anima, no es sino, a su vez, la parte superior de la Filosofía natural (cuyo objeto formal es el ente móvil en general). ¿Por qué así? Porque el hombre en esta vida es también un “ente móvil”, corpóreo, aunque tenga funciones que superan el cuerpo; mas ellas -en esta vida- sólo pueden ejercerse con cooperación del cuerpo.

B. ALGUNAS NOCIONES DE FILOSOFÍA NATURAL

Atento a la mencionada inserción de la Antropología filosófica en la Filosofía natural, resulta del todo necesario que, previo a abordar el tratamiento de aquella disciplina, se enuncien algunos conceptos fundamentales de Filosofía natural.

Por ello diremos que el objeto formal de la Filosofía natural es el ente mutable, entendiéndose por tal el ente corpóreo-sensible, sometido a cambios accidentales y sustanciales.

En cuanto a la constitución esencial de los entes mutables, consideramos ajustada a la realidad la postura de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, llamada “hilemorfismo” (del griego hyle: materia; morphé: forma). Según esta teoría, todo ente corpóreo y mutable está compuesto por dos co-principios esenciales: la materia prima o primera, y la forma sustancial. Ni la una ni la otra son "cosas" observables: los principios últimos de las cosas materiales no pueden ser cosas. Así como una silla no se compone de sillas ni un hombre de hombres, también lo corpóreo en cuanto corpóreo no se compone de elementos corpóreos (pues, al ser éstos cuerpos, no explicarían el cuerpo en cuanto tal). Materia prima y forma sustancial son, pues, principios “metafísicos” del ente físico, si por “físico” entendemos lo corpóreo y extenso.

1. Los principios del ente móvil

Cuando la ciencia quiere ser radicalmente explicativa debe remontarse a los principios del ente que está estudiando. En el caso del ente móvil, Aristóteles y los aristotélicos, además del análisis consistente en su división en partes integrales o sea cuantitativas -único que efectúan los modernos-, advirtieron que existía la posibilidad de considerar a los cuerpos como constituidos por partes potenciales (así, se divide un ente corpóreo viviente humano en “lo vegetativo”, “lo sensitivo” y “lo racional”); en partes entitativas (análisis propio de la Metafísica), que lo hace en esencia y ser (esse); y en partes esenciales (propio de la Filosofía natural): en materia y forma, las cuales -repetimos- no son “cosas”, por pequeñísimas que se las imagine, ni suponen el espacio para existir o desplegarse, sino que son principios no-corpóreos del cuerpo en cuanto tal. Porque todo cuerpo, por pequeñísimo que se lo imagine, revela, en su unidad, una dualidad: por una parte es uno-, por otra (potencialmente) múltiple, al ser divisible; por una parte es en acto y activo; por otra parte, es potencia, y, además, pasivo; asimismo, y sobre todo, es mutable.

Volvamos, pues, al ente mutable, para, desde el análisis intelectual del cambio, llegar a determinar esos co-principios de tal ente. Dice Aristóteles al respecto: “Para nosotros, debe ser adquirido como principio que los entes de la naturaleza, en totalidad o en parte, son movidos. Es ello, por otra parte, algo manifiesto por inducción’' (Aristóteles, Física, I C.2, BBK. 185ª 12).

La Filosofía natural aristotélica, contrariamente a lo que a menudo se dice sin leerla, no parte de ningún principio apriorístico, ni mucho menos de la negación del movimiento (es ésta acusación marxista), sino precisamente del hecho del cambio.

Aristóteles partía de la contemplación de la naturaleza tal como se ofrece a nuestros sentidos; pero, eso sí, superando ampliamente a sus predecesores en la profundidad y exactitud de su análisis.

De este modo advertía en la naturaleza múltiples cambios y tipos de cambio: hay un movimiento local, sin duda; pero también: alteración, cambio de un ente en cuanto a sus cualidades (como una manzana que de verde se vuelve roja; o como un hombre que de ignorante se vuelve sabio, o de vicioso, virtuoso); aumento y disminución, cambio de un ente en cuanto a su cantidad (extensión); pero “ab intrínseco”: el crecimiento y disminución de tamaño de los entes vivientes; esos tres movimientos -accidentales, pues la sustancia permanece- son llamados por Aristóteles kínesis (de donde vienen kinesiólogo, cinemática, cinematógrafo, etc.); pero junto a ellos admite también el cambio sustancial donde la sustancia misma, en cuanto tal, cambia como cuando se origina un nuevo ente viviente, o como cuando un ente inorgánico es asimilado, en la nutrición, por un ente vivo, o como cuando un ente mixto se disuelve en sus elementos, o a la inversa; o como cuando un ente viviente se transforma en un cadáver, sometido casi de inmediato a la corrupción. El cambio sustancial es llamado por Aristóteles metabolé, de donde viene metabolismo.

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Pero aún falta lo más grave: explicar el cambio sin caer en el absurdo de decir que el ente cambiante es cambio (Heráclito, Bergson), ni en el extremo de Parménides, quien, por defender el ser niega, como apariencia, todo cambio.

Como Aristóteles, partamos de la experiencia, por ejemplo, vemos un cuerpo que, de verde se vuelve rojo (maduración de una manzana). Analicemos intelectualmente este hecho. Nos damos cuenta de que ese proceso se realiza entre dos términos: por un lado, un término inicial, lo verde, o mejor, la no-posesión de la rojez, y un término final, la rojez (la posesión de la rojez). Si a las determinaciones positivas las llamamos, aristotélicamente, ‘"formas” (en este caso, accidentales), veremos que el proceso se desarrolla entre la no-posesión de la rojez (privación) y la rojez que se llega a adquirir.

Tenemos, por lo menos, dos principios del cambio: privación (de la forma por adquirir) y forma (adquirida al término del proceso).

Pero falta algo: se necesita un vínculo que una el estado inicial y el estado final; no es la forma verde la que, en cuanto verde, se hace roja; la privación de la rojez por su parte, no puede darse sin algo en quien se dé: ese algo que permanece a través del cambio y que lo experimenta es, según Aristóteles, la materia. Pero, ¡cuidado con esta palabra! Así como “forma” no significa en el lenguaje aristotélico solamente la figura exterior, sino -por analogía- toda determinación de algo (determinación ya accidental, ya sustancial, como veremos), así también por “materia” no se entiende siempre la corporeidad, o sea la materia en sentido vulgar e incluso científico-moderno. Ya veremos la distinción entre materia segunda y materia primera, según sea el cambio, respectivamente, accidental o sustancial. Por “materia”, en general, se entiende en Aristóteles el sujeto de un cambio, y por lo tanto, el sujeto (en sentido óntico, no lógico ni menos gnoseológico) que recibe o pierde una forma.

En suma, todo cambio, en el mundo físico, requiere:

  •  el sujeto que cambia. La materia (la que sufre el cambio)
  •  la determinación que recibe, la forma;
  •  la ausencia anterior de esta forma, la privación.

(En cuanto a la forma anterior, lo verde -el verdor- en nuestro ejemplo, vuelve la potencialidad de la materia, mientras que, desde esa potencialidad se actualiza, por acción de una causa eficiente, la nueva forma, en nuestro caso la rojez).

También puede explicarse el cambio recurriendo a la doctrina aristotélica de la potencia y del acto (íntimamente emparentados con la materia y la forma). El devenir es paso de la potencia al acto: lo rojo estaba sólo en potencia cuando el cuerpo era verde; mediante el cambio, pasa al acto de rojez, y el cuerpo deviene entonces rojo en acto. Más tarde, Tomás de Aquino extenderá analógicamente las nociones de potencia y acto al campo metafísico propiamente dicho: la esencia es potencia (capacidad real de ser), y el esse, el ser, será acto; acto de ser fuente de existencia.

Hasta aquí hemos hablado del cambio en general; pero cabe recordar que existen un cambio sustancial y un cambio accidental (o, mejor, diversos tipos de cambios accidentales). A menudo Aristóteles llama al primero generación sustancial, y al segundo generación accidental.

La generación absoluta, o sustancial, consiste en la transformación profunda de una cosa en otra, mientras que la generación relativa, o accidental, supone la permanencia de una sustancia determinada.

Como dijimos, en todo cambio debe haber algo que permanece, algo que vincule el punto de partida del cambio con el de llegada. Pero como en el cambio sustancial es la sustancia misma la que es reemplazada por otra, el sujeto que permanece no puede ser una sustancia; mucho menos puede ser un accidente. Debe ser pues, algo sustancial, pero no una sustancia completa y determinada (pues precisamente, en este cambio, tal sustancia es reemplazada por otra). Lo que permanece, pues, siendo algo sustancial, no debe, empero, tener ninguna determinación positiva; como decían los medievales, debe ser “nec quid”, “nec quale”, “nec quantum”: ni una esencia (nec quid) ni una cualidad (nec quale) ni una cantidad (nec quantum). Debe ser un sustrato indeterminado, puramente potencial, ya que siendo la forma el principio de toda determinación, en el cambio sustancial, en que una forma es sustituida por otra, lo común a ambas (el sustrato que permanece) no puede tener determinaciones esenciales ni accidentales.

Ese sustrato indeterminado es llamado materia prima (“materia prima” en latín; “prote hyle” en griego); como ya advertimos, no se trata de la materia en sentido vulgar ni en el sentido de la Física moderna; no es susceptible de observación ni de experimentación, ni es nada imaginable; sólo la inteligencia descubre que tiene que existir, para que la generación sustancial sea posible.

No hay que pensar que entre la forma sustancial A (o la privación de la forma sustancial B) y la forma sustancial B hay un tiempo en que existe la materia primera, sola. Ahora bien, esto es imposible, pues nada puede existir en sí sin esencia (nec quid), ni cualidad (nec quale) ni cantidad {nec quantum). Esto indica que la generación o cambio sustancial es necesariamente algo instantáneo; ni un segundo puede haber en que la materia primera esté privada de toda forma (no podría existir, ya que el propio ser le viene por la forma: “Forma dat esse rei”, la forma da el ser a la cosa). Pero su existencia a través del cambio es necesaria porque, si no, no habría cambio desde la sustancia A a la sustancia B, sino aniquilación de la sustancia A y creación de la sustancia B. Con ello se destruiría la continuidad a través del cambio, la persistencia de ese algo que todo cambio postula y exige. Dado que tratamos ahora de un cambio sustancial, lo que permanece no puede ser una sustancia completa, sino un principio sustancial, y lo que adviene al ser es una forma asimismo sustancial.

Hay una forma más débil de cambio sustancial, es el que ocurre cuando dos sustancias simples (por ej.: hidrógeno y oxígeno) se unen en una sustancia compleja o mixta: el agua. Esta no es la mera suma de dos partes de hidrógeno y una de oxígeno; es algo nuevo, con propiedades nuevas; pero como en cierto modo persisten las propiedades de los elementos, cabe decir que éstos existen virtualmente en la sustancia compuesta o mixta.

En los cambios accidentales existen menos dificultades explicativas; como la sustancia permanece como sujeto del cambio (la manzana, que de verde se vuelve roja; el hombre, que de ignorante se vuelve sabio), tal sujeto es la sustancia misma, primero bajo la forma accidental "a" y luego bajo la forma accidental "b".

Tampoco debe creerse que en los cambios accidentales la sustancia permanece algún tiempo sin la forma accidental “a” y sin la forma accidental “b”. Lo que sí ocurre es que, junto con cambios accidentales instantáneos (donde más propiamente se habla de generación accidental: como el paso del agua del estado líquido al sólido, hielo), se dan también cambios paulatinos: así la manzana verde al ir madurando va perdiendo su color verde paulatinamente y comienza a adquirir paulatinamente el color rojo. Y lo mismo pasa en la paulatina adquisición de la ciencia o de la virtud.

2. Conclusión: estructura de las sustancias corpóreas

Del análisis intelectual del cambio, que hemos hecho siguiendo al Estagirita, se deduce fácilmente cuál ha de ser la estructura de las sustancias corpóreas. Esto nos interesa particularmente para la Antropología filosófica, dado que el hombre -aunque con las diferencias esenciales que veremos- es una sustancia corpórea.

En los cambios accidentales lo que permanece bajo el cambio y lo sufre es la sustancia corpórea o materia segunda (la manzana bajo el cambio de color; el hombre bajo la adquisición de la ciencia o de la virtud, etc.) En cambio, la forma que se poseía vuelve a la potencialidad de la materia segunda (ésta, aunque existe en acto, está en potencia respecto de los accidentes), y la nueva forma emerge de tal potencialidad, bajo la acción de una causa eficiente (el Sol en la maduración de la manzana; el maestro o el libro en la adquisición de la ciencia, junto con el intelecto del que aprende).

En los cambios sustanciales, lo que permanece a través del cambio -como vimos- no puede ser una sustancia completa, pues precisamente una sustancia se transforma en otra, sino un principio (incompleto) de orden sustancial: la materia primera. Y lo que vuelve a la potencialidad de esa materia es la forma sustancial que tal materia poseía en acto antes del cambio, mientras que lo que emerge por gracia del cambio es una nueva forma sustancial, que previamente existía sólo en potencia en la materia primera.

Esta es, pues, la estructura del ente corpóreo mutable

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Aristóteles define la materia (primera): “e/ sustrato primero de cada ente, a partir del cual nace alguna cosa, y que permanece inmanente y no accidentar (Aristóteles, Física, I,c. 9, 192ª.31-32).

Y por “forma” entendían los escolásticos -siguiendo a Aristóteles- “aquello por lo cual un ente es determinado a cierto modo de ser. Si se trata de la forma sustancial puede definirse también como "el acto primero de un cuerpo físico”, por oposición a los autos segundos, que son los accidentes. Así, tanto una piedra, como un perro y como un hombre, tienen materia; pero difieren por la forma sustancial, que hace que esa materia primera se estructure como piedra, como perro o como hombre, y posea las propiedades que les son necesarias y características a cada uno de éstos.

C. LA PSICOLOGÍA FILOSÓFICA

Según ya vimos, la Antropología filosófica pertenece a la Psicología filosófica, porque el hombre es un ente mutable viviente; a su vez la Psicología filosófica no es sino la parte superior de la Filosofía natural, que estudia el ente corpóreo mutable en general.

1. Los grados de vida del ente viviente

Una simple mirada a la naturaleza nos revela:

a) un estrato de entes corpóreos sin vida, aunque no por ello inactivos;

b) un estrato de entes corpóreos vivientes, pero que no dan signos suficientes de estar dotados de conocimiento: la esfera vegetal;

c) un estrato de entes corpóreos vivientes que, además de la vida vegetativa de los anteriores, dan signos de conocimiento y apetición sensibles, pero no de racionalidad en sentido estricto ni de voluntad libre: la esfera animal irracional, y

d) el estrato humano, o sea la del ente corpóreo viviente y sensible, pero además dotado de inteligencia o razón en sentido estricto y de voluntad libre.

Entonces, para comprender al hombre debemos estudiar filosóficamente la escala de los entes vivientes no-humanos (prehumanos) y determinar sus potencias o funciones, y establecer su constitución esencial.

a) La vida en general.

Todos los hombres -aún y sobre todo los no iniciados en ciencias ni en Filosofía- nos dirán que lo que caracteriza a los entes vivientes es que se mueven por sí mismos (entendiendo por “mover” cualquier clase de cambio).

La Filosofía tradicional no desprecia estos datos del buen sentido; solamente los justifica y perfecciona. Y dice entonces que lo que caracteriza al ente vivo es el movimiento inmanente.

El movimiento inmanente -como su nombre lo indica: “manere irí’: quedar en, quedar dentro- es, por oposición al movimiento transitivo, un movimiento que, naciendo de un ente, queda en él y lo perfecciona. En cambio, el movimiento transitivo es aquel que parte de un ente y termina en otro, al que modifica: empujar, pintar, cortar, quemar, construir una obra técnica son movimientos transitivos; nutrirse, sentir, entender, querer son movimientos inmanentes; propios, por tanto, de los entes vivientes.

Al ser pues, la vida, movimiento inmanente, tanto más perfecta será aquélla cuanto mayor sea la inmanencia de sus movimientos.

Según dicho criterio, tres son, pues, los grados de vida que encontramos en este mundo: la vida vegetativa, la vida sensitiva y la vida racional. A cada uno de esos grados les corresponde potencias o facultades específicas, como veremos.

b) La vida vegetativa.

En este nivel o esfera de vida encontramos tres potencias o funciones específicas: la nutrición, el crecimiento, la generación (reproducción).

LA FUNCION NUTRITIVA

La nutrición es la más elemental y necesaria de las funciones vitales de los entes corpóreos, porque sin ella les sería imposible la conservación de la vida. Asimismo, sin la nutrición no serían posibles el crecimiento ni la generación.

El torrente vital se agotaría en su ejercicio, sin esa incorporación de sustancias externas que vuelven a vigorizarlo y que es la nutrición.

Podemos definir así a la nutrición: “el acto de recibir algo en sí, en orden a la propia conservación”. Formalmente, consiste en la transformación del alimento en la sustancia de aquel que se nutre.

Se dirá quizá que la ciencia moderna ha comprobado que muchas sustancias ingeridas como alimento se encuentran en acto en el cuerpo viviente; pero aunque así parezca ante un análisis bioquímico, en el viviente han perdido su independencia; se han incorporado a la vida del que se nutre; están subordinadas al principio vital del ente viviente, que rige desde adentro su desarrollo, y, más que en acto, se encuentran virtualmente, como los simples en los mixtos.

LA FUNCION DE CRECIMIENTO

Los vivientes corpóreos no alcanzan inmediatamente sus dimensiones normales; crecen hasta alcanzarlas. Ésta es la función de crecimiento, la cual debe distinguirse cuidadosamente del simple aumento extrínseco de las cosas inorgánicas: por ejemplo, el de un médano que crece por yuxtaposición de granos de arena aportados por el viento; o el de la pared que crece por el añadido de nuevos ladrillos mediante la acción del obrero.

No: en los entes corpóreos vivientes el crecimiento es “ab- intrínseco” (desde adentro) y, aunque necesita -como vimos- de alimentos externos, éstos son incorporados al proceso vital del ser viviente. Además, este crecimiento no es un simple aumento de tamaño: es también una progresiva diferenciación de las partes y órganos del viviente. El feto, en sus primeros momentos sobre todo, no es un hombre pequeñito, pero perfectamente diferenciado en sus partes y órganos, es algo en mayor o menor grado, todavía, semi-informe, en gran parte en potencia; y va desarrollando sus virtualidades por obra de una interior fuerza vital motora y directiva. Lo mismo pasa con la semilla y el árbol: la semilla no contiene en sí, en acto, un árbol pequeñito; éste se halla sólo en potencia en ella. El crecimiento transformará la semilla en árbol.

LA FUNCION DE GENERACION (REPRODUCCION)

Llegado a su total o al menos suficiente desarrollo, el ente vivo, normalmente, tiende a engendrar a otro individuo de la misma especie.

La razón de ser de la generación se halla en que:

a) respecto del individuo, la generación es un término y una perfección: la nutrición y el crecimiento la preparan; y es una perfección porque comunica el ser: dar el ser a otros es un acto de ente perfecto, una lejana imitación de Dios creador;

b) respecto del conjunto de los vivientes, la generación tiene su razón de ser en la conservación de la especie. Dado que los vivientes corpóreos mueren, la especie se extinguiría si aquéllos no engendraran: antes de morir -al alcanzar el ápice de su desarrollo- el viviente transmite normalmente el ser a un nuevo individuo de la misma especie. De esta manera, remedia su imperfección, su caducidad. ([1])

Tomás de Aquino define así a la generación: “la generación significa el origen de un viviente, a partir; de un principio intrínseco, según una razón de semejanza, en una naturaleza de la misma especie

La vida vegetativa, según hemos visto, constituye un sistema de actividades bien caracterizadas y sistemáticamente ordenadas. Entre las tres funciones que hemos distinguido existe un orden: la nutrición es la operación fundamental presupuesta por todas las demás; el crecimiento completa la nutrición, es su efecto inmediato; lleva al viviente hasta su perfecto desarrollo, y ambas, por último, tienen por fin la generación, punto culminante de la vida vegetativa.

c) La vida sensitiva.

Por encima de la vida meramente vegetativa propia de las plantas, aparece en la naturaleza una más alta forma de vida: la sensitiva, que caracteriza a los animales.

Funciones de esta vida son: el conocimiento sensible, el apetito sensible y el poder locomotor, que consideraremos sucesivamente.

EL CONOCIMIENTO SENSIBLE

El conocimiento humano -y, “a fortiori”- el de los animales irracionales, comienza con los actos de los sentidos externos: tacto, gusto, olfato, oído, vista (se va de lo inferior a lo superior en dicha esfera). Estos sentidos reciben la acción de los entes materiales que nos rodean, los que imprimen así, en esos sentidos, sus cualidades sensibles. Pero cada sentido externo percibe una cualidad especial, que es su objeto propio o formal: la vista, la luz y los colores; el olfato, los olores; el gusto, los sabores; y el tacto, la presión, la resistencia, la temperatura, etc., lo cual ha llevado a preguntarse si es el tacto un sentido especial o más bien un nombre dado a un conjunto de sentidos.

Las susodichas cualidades sensibles se llaman sensibles propios de cada sentido (en la Filosofía moderna, desde Locke, se las llama cualidades secundarias, porque al no ser reductibles a la extensión, caen fuera del objeto propio de la físico-matemática moderna); pero existen además sensibles comunes, esto es, cualidades o determinaciones sensibles de los objetos, que son percibidas por todos o varios sentidos externos: así, el número (el concreto o físico: cuatro manzanas o cinco árboles; no el abstracto o matemático, como son los conceptos de 4, 5, etc.), la extensión -concreta-, el movimiento local, etc., que pueden ser percibidos por la vista, el tacto, y, en el último caso, a veces también por el oído, dado que todas se vinculan a la cantidad física, la cual, mediante la abstracción, se transforma en cantidad matemática.

Al ser impresionados, los sentidos externos reaccionan, y emiten el acto de sensación, el cual no es meramente subjetivo, como creen el empirismo, el racionalismo y el idealismo, sino que también es intencional, por la sensación externa captamos, a través de sus cualidades sensibles, los entes materiales que nos rodean y nuestro propio cuerpo. Por eso, a la sustancia material, singular, se la llama sensible por accidente, porque ella misma no es sensible; pero lo es a través de sus accidentes o cualidades mencionadas. Ya veremos que uno de los sentidos internos está ordenado principalmente a captar, de una manera concreta, esa sustancia individual “por debajo” de sus accidentes.

Entran luego en función los recién mencionados sentidos internos, más o menos desarrollados según la mayor o menor perfección del animal respectivo. Por “sentido interno” no debe entenderse ese sentirse interior del cuerpo propio: esto último no es sino el resultado del tacto entre los diversos órganos; es, entonces, acto de los sentidos externos.

Los verdaderos sentidos internos son los que no están en contacto inmediato con las cosas materiales que nos rodean (como lo están los externos), y sus órganos no están colocados en la superficie (o cerca de la superficie) del cuerpo animal, sino en su interior.

Los sentidos internos plenamente desarrollados en un animal superior (y análogamente en el hombre) son:

1) El sentido común o central (para no confundirlo con la significación de “sentido común” cuando, por ejemplo, decimos: “Fulano es una persona de mucho sentido común”, ahí “sentido común” alude a cierto tipo de conocimiento intelectual, precientífico y relativo sobre todo a cuestiones prácticas). El sentido común o central (o sensorio común) es como la raíz de todos los sentidos externos, y el “lugar” adonde las sensaciones vividas por ellos vuelven, para unificarse, reconstruyendo así la unidad del objeto exterior (que es a la vez coloreado, sonoro, dotado de olor, de sabor, de resistencia, etc.). Otra función del sentido común es ser el órgano de la conciencia sensible: la vista ve colores, pero no capta su propio ver; el oído oye sonidos, pero no capta su propio oír, etc.; el sentido común toma conciencia de los actos de esos sentidos, y es así raíz de la imperfecta conciencia que de sí mismos tienen los animales irracionales, la cual no llega a ser una conciencia del “yo”, como ocurre con la reflexión intelectual en los hombres.

2) La Imaginación o poder de conservar y de reactualizar las imágenes que quedan en nosotros después de las sensaciones externas; reactualización que se puede llevar a cabo, incluso en ausencia de las cosas que las imprimieron en nosotros.

3) La memoria sensible, que, gracias al poder de re-evocación de imágenes propio de la imaginación, capta en ciertas imágenes el pasado ya vivido.

4) La estimativa, facultad superior de la sensibilidad interna, cercana ya al intelecto y, en los animales irracionales, muy vinculada con los instintos. Es la facultad por la cual, p. ej., el pájaro sabe construir su nido, sin que nadie se lo haya enseñado; o según un ejemplo muy usado por los clásicos, la facultad por la cual el cordero percibe en el lobo al enemigo nato de su raza, y se apresta a la huida, no sólo ni principalmente por la eventual fealdad del lobo, sino porque capta en él un “disvalor”, algo peligroso y perjudicial para su especie.

La existencia de esta facultad, la estimativa -llamada en el hombre cogitativa o razón particular- permite resolver el famoso problema de la existencia o no existencia de inteligencia en los animales.

Si por “inteligencia” se entiende la facultad de captar el ser y las esencias, de formar conceptos, juicios y raciocinios, de poseer ciencias, filosofía y religión, y de crear técnicas evolucionadas, la evidencia es abrumadora: el mero animal no tiene inteligencia. Pero si por “inteligencia” se entiende aquellas facultades mencionadas al hablar de la estimativa, o, incluso, más allá del instinto, la de resolver ciertos nuevos problemas prácticos sencillos (experimentado en monos superiores, ratones, etc.) nos hallamos dentro de una forma superior de estimativa, que no es inteligencia en sentido propio (humano), porque no llega a lo abstracto o inmaterial. Es, simplemente, lo que Max Scheler llamó en su obra El puesto del hombre en el cosmos, “inteligencia práctica”, la cual tampoco debe confundirse con la inteligencia práctica humana, que es aquella que, a partir de acciones y proposiciones universales, y descendiendo a lo concreto, guía el actuar del hombre, ya sea por el camino de la Moral o Ética, ya sea por el de una técnica cada vez más perfeccionada.

Los apetitos sensibles: Al presentar los sentidos, un objeto sensible al animal, -éste tiende hacia él si le es agradable, o se aparta de él si le resulta lo contrario. Esto revela que posee un apetito concupiscible, que tiende a los objetos sensibles deleitosos para el animal.

Pero vemos también que hay animales capaces de luchar y hasta de morir, en defensa propia, de su familia o de su especie; aquí, evidentemente, no se trata de una acción del animal atraída por bienes deleitables, sino de un apetito que tiende al bien arduo (difícil) para salvar su existencia, la de su familia o la de su especie. Este apetito es de más alto rango -más cerca de lo humano- que el apetito concupiscible; se llama apetito irascible, y depende sobre todo de la recién estudiada estimativa.

LA FACULTAD MOTRIZ

Ciertos animales -la mayor parte- se mueven localmente, en búsqueda de un bien lejano o incluso ausente, o en huida de un mal presente o ausente, pero de proximidad presumida.

Esto implica la existencia en ellos de una función o potencia especial, la motriz o locomotriz, que es guiada por los sentidos externos o internos, especialmente, entre éstos, por la imaginación (que representa lo ausente), la memoria sensible (que re-actualiza el pasado) y la estimativa, que halla “valores” o “disvalores” útiles o dañinos al individuo animal o a su especie. Y si tales sentidos guían hacia objetos alejados, los apetitos concupiscibles o irascibles impulsan ese movimiento local.

2. La constitución esencial del ente corpóreo viviente

Todo este estudio de funciones animales, con más las vegetativas y todo lo estudiado sobre la estructura esencial del ente corpóreo y mutable en general -viviente o no viviente-, nos permiten ya acceder al problema de la constitución esencial del ente corpóreo y viviente.

Recordemos que todo ente corpóreo o mutable se componía de dos principios (no observables, pero sí inteligibles): la materia prima y la forma sustancial. La segunda -que es acto- es el principio de la esencia de tal o cual ente, organizando la materia, que también la integra; la primera es raíz de la extensión y de la individuación de esa esencia.

Estudiando los vivientes físicos, hay que admitir que, como no dejan de ser entes corpóreos, están también constituidos por materia prima y forma sustancial; pero esta forma sustancial en los corpóreos vivientes es de jerarquía superior a la de los no-vivientes; es principio de vida (movimiento inmanente) y lleva por eso el nombre de alma.

Aquí hay que advertir una cosa: desde Descartes hay tendencia a llamar “alma” sólo al principio viviente racional de los seres humanos, y aun a reducirla a la sola conciencia; por eso se dice que los animales irracionales y los vegetales “no tienen alma”.

No es así desde el punto de vista aristotélico y escolástico: el concepto de alma no es unívoco, sino analógico; se realiza en distintos grados de perfección. Al ser principio de vida, se da en todos los vivientes; pero en cada uno según su grado y tipo de vida: la más rudimentaria es el alma vegetal; luego viene el alma sensitiva o animal; finalmente, en el hombre, surge el alma intelectiva o racional, que estudiaremos al estudiar al hombre todo. Desde ahora cabe decir que sólo respecto del alma humana puede plantearse el problema de la inmortalidad. Ya veremos por qué.

También se debe tener en cuenta que estos distintos tipos de vida y de alma no se superponen unos a otros a modo de estratos ontológicos; ello comprometería la unidad de cada individuo animal.

La vida vegetativa incorpora a sí las fuerzas inorgánicas, sometiéndolas a sus fines; la vida sensitiva lo hace con la vida vegetativa y con lo inorgánico; y, según veremos al tratar del hombre, la vida racional incorpora a sí la vida sensitiva, la vida vegetativa y las fuerzas inorgánicas. Y no hay en el animal dos almas (la vegetativa y la sensitiva), ni en el hombre tres, (la vegetativa, la sensitiva y la racional), sino una sola.

Tampoco existe -por lo menos según el tomismo; sí, según el escotismo- una forma de corporeidad para dar razón del cuerpo del hombre y de las fuerzas inorgánicas que en él se encuentran. Hay en cada caso una sola alma, que es forma sustancial. Sólo así es, cada viviente, uno y no múltiple en su esencia misma.

Podemos, pues, “definir” ya el alma general (analógicamente), con Aristóteles: “es el acto primero de un cuerpo físico orgánico que tiene la vida en potencia(ARISTOTELES, DE ANIMA, II, 1, BKK. 412ª 20.).

Expliquemos esta definición o cuasidefinición analógica:

  • acto: por oposición a potencia (pasiva): el ser en pleno despliegue y efectividad;
  • primero, para indicar que el alma no es un acto segundo o accidental que ya supone al ente constituido sustancialmente, sino principio esencial y sustancial; acto segundo es, p. ej., una acción o una cualidad;
  • de un cuerpo físico orgánico : porque la vida (corpórea) sólo puede darse en un cuerpo físico organizado, interiormente diferenciado, con partes motoras y partes movidas, y entre sí coordinadas,
  • que posee la vida en potencia: porque el cuerpo orgánico, en cuanto tal, no tiene vida en acto sin el alma, sino sólo aptitud para la vida (vida en potencia). Posee la organización necesaria para que tal vida sea posible.

Sin embargo, sería un error creer que el alma viene a añadirse a un cuerpo físico organizado y perfectamente constituido sin ella. En verdad, más que composición alma-cuerpo la hay de alma (forma sustancial viviente) -materia primera; composición de donde resulta que la segunda recibe, junto con la vida en acto, la organización que para tal vida es requerida-. Es la forma viviente o alma la que hace que la materia primera devenga cuerpo físico, y cuerpo físico orgánico, pues no sólo actualiza y vitaliza al cuerpo, sino que de algún modo lo construye sobre la base indeterminada de la materia primera. Incluso el ser (esse) le viene a los vivientes por la forma: “Forma dat esse rei”: “la forma da el ser a la cosa”, adagio aristotélico-escolástico que indica que, aunque la forma da una determinada esencia a la materia primera, también viene a decir que a través de la forma le viene a la cosa su esse, en el sentido de acto de ser cuyo resultado es la existencia. Lo que sí puede ocurrir es que la actualización y más primitiva organización de la materia provengan de una forma de rango inferior; y que sólo después de así dispuesto el cuerpo, pueda informarlo la forma o alma definitiva, desapareciendo la forma imperfecta anterior.

Debido a todo lo dicho, para la Antropología filosófica -así como para toda la Filosofía natural- convendrá tener siempre presentes estas nociones:

sustancia: es aquella esencia a la que compete existir en sí y no en otro. Ej.: un hombre, un perro, un rosal, un mineral.

accidente:, es aquella esencia a la que compete existir en otro (en una sustancia). Ej.: la extensión, las cualidades, las relaciones, la acción y demás predicamentos o categorías accidentales de Aristóteles (hablamos aquí del accidente predicamental o metafísico, y no del accidente predicable o lógico).

materia y forma: como ya lo explicamos, las sustancias materiales están compuestas por dos co-principios: un principio indeterminado y potencial, que permanece cuando una sustancia se transforma en otra: la materia primera. Y un principio determinante y actual: la forma sustancial, que da a la materia primera una esencia determinada. Pero, según vimos también, el compuesto sustancial (materia primera y forma sustancial) está a su vez en potencia para los accidentes, los cuales son formas accidentales.

acto y potencia: potencia (pasiva) es la posibilidad real de ser esto o aquello; acto, el ser en sentido fuerte, efectivo. Por ejemplo: un óvulo es un hombre en potencia, una vez fecundado, es hombre en acto (sustancial), aunque permanezca en potencia para su desarrollo hasta sus dimensiones adultas normales. Aunque estas nociones de potencia y acto se originaron en el análisis del cambio, y por tanto, en Filosofía natural, Tomás de Aquino las extendió a la Metafísica, por analogía; y allí la esencia de los entes contingentes es potencia y el ser es acto.

Por el acto de ser la esencia es actualizada; por la esencia el acto de ser es limitado a los límites de una esencia determinada e incluso a los de un individuo determinado de esa esencia. La individuación de las esencias materiales viene de la materia; su especie, de la forma.

D. ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA PROPIAMENTE DICHA

1. La constitución esencial del hombre

a) Cuerpo. En primer lugar, es indudable que en el hombre hay un cuerpo, que se mueve entre otros cuerpos de este mundo. Es, pues, el hombre un ente corpóreo y mutable, dotado de fuerzas físico-químicas como cualquier otro cuerpo.

b) Vida vegetativa. En segundo lugar, ese cuerpo no es un cuerpo inorgánico, como un trozo de azufre; se mueve a sí mismo, tiene movimiento inmanente, y por tanto hay en él vida; ante todo -yendo de lo inferior a lo superior-, vida vegetativa, con las tres potencias que son propias de este tipo de vida: nutrición, crecimiento y (posible) reproducción. Esta vida vegetativa no niega las fuerzas físico-químicas que actúan en nuestro cuerpo; pero las absorbe o sublima para que sirvan a un modo de ser superior: el de la vida vegetativa, en donde una especie de dirección interior las utiliza según un plan -el plan de la especie- para constituir un cuerpo orgánico con sus partes perfectamente diferenciadas y aptas para ese tipo de vida.

c) Vida sensitiva. En tercer lugar el ente humano no se limita a estar implantado en el mundo, como una piedra o una planta, sino que su ser (Heidegger) es un ser en-el-mundo, expresión ésta que dice algo más que el estar incluido en el mundo: el hombre tiene al mundo como objeto, “frente” a sí; se comunica con él, cual los animales, por el conocimiento sensible -sentidos externos: vista, oído, olfato, gusto, tacto; sentidos internos: sentido común o central, imaginación, memoria- y “cogitativa” o “ratio particularis” (en los animales: estimativa), y también como los animales, por los apetitos sensibles: el concupiscible y el irascible. Tiene también, sin duda, la potencia de locomoción, como los animales superiores. Esta vida sensible no niega la vida vegetativa -así como ésta no niega las fuerzas físico-químicas- sino que a su vez la utiliza, sublima y absorbe en su propio nivel. Así, órganos construidos por la vida vegetativa, como los ojos y el sistema nervioso, le sirven para ver, que es acto de la vida sensitiva. Tiene el hombre, también, sentidos internos, más perfectos que los de los animales irracionales. Así, la estimativa animal se hace en el hombre cogitativa o razón particular; ya no está al servicio del instinto sino de la inteligencia propiamente dicha; por la “razón particular” el hombre capta los entes singulares sensibles como entes; conduce su acción práctica -ética o técnica- que siempre desemboca en lo particular, e, incluso, en la vida intelectiva permite que el intelecto humano pueda conocer también los entes singulares, por una “vuelta” hacia las “imágenes”, sin lo cual quedaría limitado a la esfera de lo universal y abstracto. Por eso puede haber silogismos con la mayor universal; pero con la menor singular, y conclusión también singular, como éste:

  • Todo filósofo es raciocinante.
  • Heidegger es filósofo.
  • Luego, Heidegger es raciocinante.

Los apetitos sensibles del hombre aparecen también racionalizados, humanizados; la razón y la voluntad pueden guiar o reprimir la concupiscencia y la ira, por lo menos en cierto grado y en ciertas condiciones.

d) Vida racional. En cuarto lugar: Por todo lo dicho, hay algo más, y más importante: la existencia en éste de una vida racional.

Efectivamente, todo lo individual es subsumido por el entender humano bajo lo universal: este hombre; esta casa; aquella piedra; un animal, y aún bajo lo trascendental: este ente, esto uno; este algo, etc.

Y es capaz también de emitir afirmaciones o negaciones universales: “todo ente corpóreo es compuesto”; “todo hombre es racional”; “toda parte es menor que su todo”, y aún trascendentales: “todo ente contingente se compone de esencia y ser”.

También es capaz -y en esto es más típicamente racional- de llevar a cabo raciocinios con términos universales o trascendentales:

  • Todo animal es extenso.
  • Todo hombre es animal.
  • Luego, Todo hombre es extenso.
  • Todo ente contingente tiene una causa.
  • Todo hombre es ente contingente.
  • Luego, Todo hombre tiene una causa.

Hemos reconocido así lo estudiado en Lógica: las tres operaciones de la razón especulativa y sus tres obras.

Esta presencia de lo universal y de lo trascendental en el pensar humano es lo que en primer lugar lo distingue del animal irracional; el hombre, por su intelecto, es capaz de abstraer, de pasar de lo singular a lo universal o a lo trascendental; de este hombre a hombre; de Sócrates a filósofo; de esta piedra a ente.

La simple aprehensión intelectual, como ya vimos en Lógica, tiene por fruto el concepto; con esto superamos a los animales, reducidos a las imágenes y por lo tanto a lo singular, al aquí y ahora… Es el concepto lo que permite que el hombre haga ciencia, filosofía, arte, moral, técnica; es lo que hace posible que tenga religión. Y todo ello no lo tienen los animales irracionales.

Asimismo, el intelecto humano es capaz de dedicarse a una actividad práctica, en busca del bien del hombre en cuanto tal (moral) o del bien de tal o cual artefacto (técnica); lo primero no se da en los animales; lo segundo muy imperfectamente; y, cuando se da con cierta perfección, se trata de la realización instintiva, siempre, del mismo tipo de obra: nido, hormiguero, colmena, tela de araña, etc. No aparece en ellos la inteligencia propiamente dicha, pues es la apertura de ésta a todo ente, lo que permite la universal amplitud y plasticidad de la técnica humana.

A todo poder de conocimiento sigue uno de apetito, pues la “forma” sensible o inteligible aprehendida aparece como la de algo bueno o malo al que la ha aprehendido; y el apetito es esa tendencia hacia lo bueno y ese rechazo de lo malo característico de la vida humana o animal. Él apetito que sigue al conocimiento racional se llama voluntad. Si el objeto formal del intelecto es el ente, como verdad ontológica, el de la voluntad es lo bueno, que es el ente que, dotado de alguna perfección, es capaz de atraer a esa voluntad. ([2])

Y así como la inteligencia, no conformándose con entes particulares y contingentes, no se detiene hasta llegar al Ser por esencia, razón de ser de todos los entes, así la voluntad, no conformándose con bienes particulares, contingentes, perecederos, no se detiene hasta poseer -de algún modo- el Bien por esencia, que es idéntico al Ser por esencia.

La conducta humana nos revela que la humana voluntad goza de libre albedrío o libre arbitrio: sin él, estarían demás los mandatos, los consejos, las prohibiciones, las reglas de conducta. Pero a esta comprobación empírica, la Antropología filosófica añade la demostración racional de la existencia del libre albedrío: dijimos que la voluntad tiene por objeto el bien, o lo bueno, pero todo bien que se ofrezca al hombre en este mundo es limitado; es un bien; no es el Bien. Por eso no puede colmar, ni por tanto atraer necesariamente a ese poder de apetición trascendental que es la voluntad. Incluso Dios -Bien por esencia- se presenta a la voluntad, en esta vida, conocido de un modo imperfecto, finito. Por eso, tampoco Él puede atraer necesariamente en esta vida a la voluntad. Dios, así conocido, aparece sin duda como un bien; pero también aparece limitando con sus mandamientos nuestra libertad desordenada; prohibiéndonos la soberbia, la avaricia, el egoísmo, ciertos deleites, etc., y de allí que pueda, de algún modo, parecer un mal al que lleva una vida desordenada, no en regla como la ley natural o divina. Y por eso Dios mismo en esta vida puede ser rechazado; conservamos frente a Él el libre albedrío; por eso, el dirigir nuestra vida hacia Dios y según Dios aparece como un acto meritorio, lo que revela que es acto libre. En cambio, si viéramos a Dios directamente, “cara a cara”, tenderíamos espontánea pero necesariamente hacia El. no tendríamos frente a El libre albedrío, pues la voluntad sería colmada por el Bien absoluto.

La vida racional del hombre, manifestada en esas dos potencias, intelecto y voluntad, revela que hay un principio de vida inmaterial, espiritual en el hombre; Porque los objetos nos revelan la naturaleza de los actos; los actos, las de las potencias, las potencias, la de la sustancia o principio sustancial del que emanan.

Conociendo el hombre los objetos inmaterialmente (universalizados o trascendentalizados) en el concepto, el acto del que surge el concepto debe ser también inmaterial; luego, inmaterial ha de ser también la potencia de donde emana; por tanto, inmaterial, espiritual, debe ser el principio sustancial en que radica tal potencia.

Por lo visto hasta allora, la esencia del hombre parece múltiple y no una; a lo más como una estructura ordenada de estratos que se superponen, a semejanza de un edificio de varios pisos: primero vimos que el hombre poseía un cuerpo, como todos los entes del mundo material; en segundo lugar vimos que se daba en él una vida vegetativa; en tercer lugar, una vida sensitiva; en cuarto lugar, una vida racional o intelectiva.

Pero también vimos que cada uno de esos estados estaba al servicio del superior, y que todo -entonces- al estar al servicio de la vida racional, era como penetrado y humanizado por ésta. Los sentidos del hombre son sentidos humanos, no meramente animales; la vida vegetativa del hombre es una vida vegetativa humana, no meramente vegetal; finalmente, la misma corporeidad del hombre es una corporeidad humana, no una corporeidad meramente físico-inorgánica, ni una vegetal, ni una meramente animal. El hombre (cada hombre) es, pues, uno. Con esto ya podemos animamos a determinar la esencia misma del hombre y, por tanto, su definición esencial.

Como ente corpóreo que es, tiene que estar compuesto de materia primera y de forma sustancial; como viviente, esa forma debe ser vida, alma; como sensitivo, esa alma debe ser alma sensible; como racional, esa forma debe ser racional, espiritual. ¿Tendrá, pues, el hombre, pluralidad de "formas”?.

No, dice Tomás de Aquino: él ve que el hombre es ante todo uno; cada hombre es una unidad, una sustancia individual. La pluralidad que en el hombre sin embargo se advierte, deberá conciliarse con esa aún más evidente unidad. Admite el citado autor que el hombre, como todo ente corpóreo, se compone de materia y forma; que, como ente viviente, esa forma debe ser principio de vida (alma); que como ente sensible (sensitivo) esa forma-alma será alma sensible (sensitiva), y que como ente racional esa alma-forma será racional. De manera que la unidad del hombre se deberá a que, como todas las demás sustancias corpóreas, está compuesto de los dos co-principios materia-forma; pero con una única forma, que en su fondo mismo es espiritual.

¿Cómo es ello posible? En virtud de esta ley ontológica: las formas superiores son capaces también de ser principio de las operaciones de otras, inferiores (pero no a la inversa). Lo más puede lo menos, aunque lo menos no pueda lo más.

Es la única solución coherente; admitir dos o más principios formales, vitales o no vitales, en el hombre, sería destruir la unidad del hombre, cosa que se ha dado en gran parte de la Filosofía moderna y contemporánea.

Por otro lado, se mueven tesis monistas que, exagerando la unidad del hombre, tampoco dan razón de la experiencia. Tenemos aquí los diversos materialismos, marxistas o no, que reducen el hombre a materia (segunda; ignoran la idea misma de materia primera). En estas doctrinas se da razón de la unidad del hombre; pero no de su diversidad: corporeidad, vida vegetativa, vida sensitiva, vida racional. Sobre todo, no se da razón de esta vida racional (inteligencia, autoconciencia, captación de valores y verdades no empíricas, voluntad, libertad). La materia no puede explicar lo inmaterial, pese a todo “salto dialéctico” que los marxistas quieran introducir. Ello choca contra un principio evidente: "nadie da lo que no tiene” (Nemo dat quod non habet); la materia, por definición, es lo no-inmaterial; por tanto, de ningún modo podrá dar razón de lo inmaterial en el hombre.

2. Propiedades del alma humana

Dicho esto, pasaremos al análisis de algunas propiedades del alma humana, como ser la inmaterialidad, la espiritualidad, la inmortalidad y su creación inmediata por Dios.

a) La inmaterialidad. La inmaterialidad del alma humana se demuestra por un camino que ya indicamos varias veces: por los objetos (formales) se conocen los actos que los alcanzan; por los actos, las potencias de donde aquéllos emanan, y, por las potencias, las sustancias o principios sustanciales.

Ahora bien; también hemos dicho que los objetos primeramente conocidos por el hombre son los entes materiales. Pero sólo pueden ser conocidos mediante un creciente proceso de inmaterialización: ver un cortaplumas es algo muy distinto que clavárselo en el ojo; el edificio “Cavanagh”, imaginado, no consta de cemento ni tiene el tamaño de tal edificio en su existencia real; con más claridad aún, el concepto es ya puramente inmaterial: el concepto de hombre no es ni bajo, ni alto, ni gordo ni flaco, ni rubio ni moreno, aunque los hombres extramentales tengan que poseer una u otra de esas determinaciones; el concepto de triángulo no es triangular; el concepto de universo no tiene las dimensiones inmensas de éste (mejor dicho: no tiene ninguna dimensión); podemos además pensar en espacios no euclidianos, pero no verlos ni imaginarlos; con mayor razón si pensamos en realidades o valores no-materiales: los conceptos de derecho, deber, obligación, bondad o malicia morales, relación, santidad, belleza, intelecto, voluntad, espíritu puro, Dios, no sólo carecen de extensión y masa como conceptos, sino también como realidades.

Además, y según vimos ya, el intelecto es capaz de una reflexión total sobre sí mismo (entiende que entiende, conoce que conoce), y ello es imposible en las cosas materiales, las cuales, por tener extensión, no pueden captarse a sí mismas ni volver perfectamente sobre sí mismas.

Por lo tanto, si los objetos entendidos en cuanto tales son inmateriales, y si a veces también lo son sus respectivos objetos incluso en su existencia real, los actos de entender que los alcanzan necesariamente han de ser también inmateriales; si tales son los actos, las potencias de donde surgen serán también inmateriales; por último, si así son las potencias, también lo serán las sustancias o principios sustanciales a que tales potencias pertenecen y en las que radican. En el caso del hombre no puede decirse que su sustancia total sea inmaterial, porque ya vimos que es un compuesto sustancial de materia y forma, o, si se quiere, de cuerpo y alma; pero sí que lo es el principio sustancial de donde directamente emanan la inteligencia y la voluntad. el alma en cuanto racional o intelectiva; mientras que ésta misma, en su función de dar sensibilidad al cuerpo, sólo da lugar -junto con el cuerpo al que informa- a actos semi-inmateriales, como los de ver, imaginar, recordar sensiblemente.

Pero, ¿cómo es posible que un alma, que es forma de un cuerpo orgánico, sea también principio de operaciones estrictamente inmateriales?

La cuestión se resuelve recordando el principio ya visto de que lo superior puede realizar lo inferior, pero no a la inversa. El alma humana es esencialmente inmaterial; pero, inmergida en la materia como “forma del cuerpo”, despliega virtualidades -en conjunción con tal cuerpo- sensitivas, vegetativas y aun de organización de la materia primera según fuerzas físico-químicas. El alma humana, pues, es intelectual en acto, y sensitiva, vegetativa y física virtualmente.

Visto desde otro ángulo, el mismo fenómeno puede describirse como un "emerger ” del alma en cuanto intelectiva, por “encima” de sus funciones de dar sensibilidad, vida vegetativa y actividad fisicoquímica al cuerpo. Emerger en que quedan en “libertad” las energías esencialmente inmateriales de tal alma, como lo son -según vimos- la inteligencia y la voluntad, para actuar según esa su propia inmaterialidad (aunque no -en esta vida- sin ayuda del cuerpo, porque la inteligencia humana abstrae sus conceptos de las imágenes sensibles, y éstas no se dan sin cerebro; y porque la humana voluntad no actúa sino acompañada por apetitos sensibles que tampoco existirían sin el cerebro).

b) La espiritualidad. Pero el alma humana no es sólo inmaterial, sino también espiritual. Todo lo espiritual es inmaterial; pero no todo lo inmaterial es espiritual. Por ejemplo, los conceptos objetivos, los entes de razón, las relaciones, ciertos valores son inmateriales, pero no espirituales. La inmaterialidad es a veces “intencional”, o meramente accidental, la espiritualidad es constitutiva de las sustancias reales que carecen de materia, y que pueden existir sin apoyo material. Tal es el caso del alma humana.

c) La inmortalidad. Debemos, ahora, demostrar con más cuidado la inmortalidad del alma humana, problema de máximo interés moral y metafísico. Por dos vías podemos llegar a ello: la primera es la ya transitada que va desde la inmaterialidad del objeto en la inteligencia a la inmaterialidad del acto de intelección; de éste, a la inmaterialidad de las potencias superiores del hombre (inteligencia y voluntad), y, finalmente, de allí a la inmaterialidad del principio anímico de donde emanan. Inmaterialidad que, como lo es de su principio sustancial, es, por lo tanto, espiritualidad. Ahora bien: lo inmaterial real, o sea lo espiritual, no puede morir, pues morir -total-mente- es el volver del alma sensitiva o vegetal a la potencialidad de la materia de donde fue sacada, y, correlativamente, un corromperse del cuerpo orgánico al perder su forma unificadora o alma. Pero aunque esto último ocurra con el cuerpo humano luego que el alma humana se separa de él -por eso, hay muerte del hombre, aunque no la haya del alma humana-, tal alma humana, por su espiritualidad, no ha podido ser “sacada” de la potencialidad de la materia, pues la materia no puede dar lo que no tiene; no puede originar el espíritu. En cuanto a éste, no puede corromperse, pues es simple y espiritual y por tanto es inmortal.

d) El segundo camino para probar la inmortalidad del alma humana es el que se funda en que dicha alma tiene unido a ella, directamente, el “esse”, el ser no es la materia prima -que, según vimos, ni siquiera puede existir sola- la que da el ser al alma intelectiva; tampoco ese ser puede ser el resultado de una unión forma-materia o alma-cuerpo, como ocurre en otros entes corpóreos, porque lo espiritual, según vimos, no puede ser una mera actualización de la materia. Luego, el alma humana, el alma intelectiva, tiene unido a sí, indisolublemente, el acto de ser; por tanto lo conserva al abandonar el cuerpo, el cual, como todo otro cuerpo viviente, cuando pierde el alma se corrompe. Pero como el alma humana posee el ser unido a ella -y ella lo comunica al compuesto humano-, es necesariamente inmortal.

e) La creación por Dios(siguiendo un camino cristiano de tradición aristotélico-tomista). De todo esto surge por último que el alma humana es creada directamente por Dios en el instante mismo de la concepción del nuevo ser humano-, en el instante mismo de la fecundación del óvulo por el espermatozoide. Pues ya vimos que tal alma no puede ser ex-traída de la potencialidad de la materia. De ahí que el feto viviente sea, desde su primer instante, un ser humano; y que, por lo tanto, el destruirlo voluntariamente (aborto provocado) sea un delito de homicidio.

La definición esencial del hombre es, pues, animal racional.

1. El hombre como totalidad

Dice Coreth: “Llamamos “persona ” a la unidad esencial humana de cuerpo y espíritu, como ser individual autónomo, que se realiza en la posesión consciente y en la libre disposición de sí mismo”.

Con ello, intenta una síntesis de los conceptos tradicional y moderno de persona.

a) Concepto de persona en la Filosofía tradicional.

La Filosofía griega no llegó al concepto de persona. Sin duda, había advertido -sobre todo en Aristóteles- la unidad y lo espiritual de cada hombre individual; pero dos factores hicieron que no llegara al aludido concepto: su preferencia por lo universal y necesario, que lo hacía a veces disminuir el valor de lo individual, aunque Aristóteles reconocía que sólo las sustancias primeras (individuales) y no las sustancias segundas (géneros y especie abstractos) existían realmente; el hecho de que el concepto de persona es de origen teológico-sobrenatural nació en el cristianismo (concilios de Calcedonia, año 451, y 11 de Constantinopla, año 533). El primero de estos concilios definió que en Jesucristo había una sola persona (divina), con dos naturalezas (la divina y la humana); el segundo definió a su vez que las tres personas divinas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) poseen una sola naturaleza, son Dios.

Descendiendo a la vida y lenguaje ordinarios, comprobamos que, efectivamente, decimos “yo tengo naturaleza humana” y no "yo soy naturaleza humana”; “yo tengo alma y cuerpo”, y no -hablando estrictamente- “yo soy alma y cuerpo”.

Quiere decir entonces que la persona o el yo es algo que posee una naturaleza humana, individual sin duda, pero cuya individualidad no le basta para subsistir.

A ese “poseedor” de la naturaleza humana individual, sin la cual éste no es capaz de existir, la Filosofía patrístico-escolástica lo llama persona. Y así se llegó a estas dos definiciones tradicionales de persona: una, de Boecio: “sustancia individual de naturaleza racional”; otra, de Tomás de Aquino (s. XIII), que la definió como “un subsistente distinto de naturaleza racional”, en la que se distingue mejor que en la de Boecio la naturaleza de la persona.

La Filosofía tradicional concretó todo ello definiendo la persona como “un supuesto (sujeto de existencia) racional”.

b) Conceptos modernos de persona.

Con el racionalismo, inaugurado por Descartes, y su “cogito, ergo sum” -“pienso, por tanto existo”-, y la consiguiente reducción del alma humana a pensamiento o conciencia, se llegó a identificar la persona con la conciencia. Posición errónea, porque aunque la conciencia es un resultado de la racionalidad, y la nota de racionalidad integra la definición de persona, la conciencia misma es sólo un acto, cambiante y transitorio -es el auto-conocimiento- y que desaparece en el sueño profundo, en la anestesia general o en cualquier otra pérdida de conocimiento. Es, pues, la conciencia, un accidente y la persona algo subsistente. Por otra parte, la posición racionalista tuvo por efecto -como vimos- dividir en dos al auténtico hombre, a la verdadera persona: esas dos partes, así aisladas, del hombre, eran la “res cogitans” -puro pensamiento o conciencia- y la "res extensa", pura extensión, el cuerpo.

Por su parte, la Psicología positiva creada a partir del tercer tercio del s. XIX -Fechner, Helmholtz, Wundt- y muy desarrollada -aunque en opuestas escuelas- desde entonces, tiende a confundir la persona con lo que se llama personalidad. La persona no es para ella algo sustancial ni sustantivo, sino un resultado adquirido por el desarrollo de cada hombre: por el autodominio del propio carácter y por la autorrealización de cada hombre: el perfeccionamiento psico-ético-técnico de nuestro ser natural, nuestra definitiva individuación y posición en la vida de comunicación con los demás. Indudablemente, aquí “persona” y “personalización” se toman en distinto sentido que en el tradicional.

Estas posiciones creen oponerse a la tradicional porque:

a) no admiten ellas que la persona sea sustancia;

b) no admiten tampoco que sea algo cerrado e incomunicable.

Pero yerran en la interpretación de la auténtica doctrina tradicional:

a) en ésta, la persona es, sí, sustancia; pero “sustancia”, en la Filosofía tradicional, no equivale (como en los modernos) a cosa material, sino que designa aquella esencia capaz de existir en sí y no en otro (al revés de los accidentes); y no cabe duda de que la persona existe en sí;

b) para la doctrina tradicional la persona es algo incomunicable, sí; pero esta incomunicabilidad se da en el plano ontológico, no en el psicológico, gnoseológico o ético. Efectivamente, es incomunicable porque mientras las esencias o naturalezas pueden comunicarse a muchos individuos (la esencia hombre puede comunicarse a muchos hombres; la esencia pino a muchos pinos), en cambio, la esencia o naturaleza individuada ya no es comunicable (ontológicamente): este hombre, este pino es él y no otro. Pero, ello no quiere decir que en el caso del hombre, la naturaleza individual sea psicológica, gnoseológica o éticamente incomunicable, al contrario, siendo sustancia racional se abre por el conocimiento y la voluntad al otro, y aún a muchos otros, y sobre todo al bien común: familiar, político, religioso, etc., de una sociedad, y a la totalidad del ser y del bien. Y a Dios, Bien Común Trascendente.-

 

 

Fuente:

Nociones Generales de Lógica y Filosofía, Juan Alfredo Casaubon, Colección Universitaria, Mayo de 1999, Buenos Aires, Argentina.-


[1] Como dice Santo Tomás de Aquino, la obligación de reproducirse, en el hombre, se refiere a la humanidad en general, pero no a cada hombre. Un hombre puede permanecer soltero por razones superiores: religiosas, filosóficas, políticas, científicas, artísticas, morales. J. A. Casaubon, La actividad cognositiva del hombre, vol. II de la obra colectiva, dirigida por el mencionado autor, Introducción al Derecho. Propedéutica filosófica, Bs. Aires, Ediciones Jurídicas Ariel, 1979 ss. Ver el cit. vol. n, pp. 15-19.

[2] Bueno en sentido ontológico, siempre la voluntad tiende a un bien ontológico; pero no siempre realiza un bien moral. El hombre que busca, por sobre todo, el placer o el poder, tiende a un bien ontológico; pero realiza una mala elección moral, porque tales bienes no son el bien o fin supremo del hombre.

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